15 años con Tora


Quizá faltara algún mes para 15 años.

Ella apareció en mi vida una noche de verano de 2001, huyendo de ruidos y cohetes, escapada quizá del látigo de algún cobarde. Aun era cachorra; de 6 meses a un año, mezcla galgo negra, dijo el veterinario. Parecía temer a la gente y escondía el rabo entre las patas cuando alguien se le acercaba. Tenía un tic que le duró un tiempo, como de autodefensa, una expresión involuntaria que consistía en levantar la pata derecha para taparse la cara; me pregunté muchas veces el por qué con rabia; con el tiempo lo superó. Fue una compañera para mis felinos y para Durki (un golden cachorro de dos meses que recogí de una camada en mayo, pocos meses antes de aparecer Tora).  

Años han pasado, como pasa todo, y ahora son una nube invisible que me cubre, una nube que duele, que acumula vivencias y sentimientos, atrapados en algún lugar del cuerpo, en un vacío que pesa y deja una especie de angustia y solidaridad con sus hermanos y hermanas de raza, no importa cual ésta sea. Fidelidad que no pedí, que quizá no merecí.

Se parece a Tora

Íbamos a la playa a veces, lejos del gentío por caminos de piedras, o cuando terminaba la época veraniega y no había problemas. Le gustaba correr por la arena, era veloz, se paraba de golpe y hacía piruetas graciosas, retaba a Durk a correr; eran felices. El agua le gustaba menos que a Durki, pero yo la animaba a meterse en el mar, la empujaba un poco y todos nos bañábamos. Guardó mis secretos como yo misma y venía conmigo a todas partes. No le gustaba que la dejara sola, aunque se quedara en compañía de los mininos/as. Y cuando no tenía más remedio, a la vuelta, me recriminaba con los ojos o soltaba una especie de llanto suave para hacérmelo saber, entonces yo la abrazaba y la tranquilizaba. 

Mi fiel compañera se ha ido dulcemente, sin una queja. Los dos últimos meses le costaba salir a la calle, sobre todo por tener que subir escaleras, el último mes y medio ya no la saqué a pasear a la calle; la subía a la terraza a tomar el sol y el aire y para satisfacer sus necesidades biológicas; se fatigaba pero no perdió el hambre. Las dos últimas semanas fui su enfermera y su confidente, su mamá humana; le hablaba, le ponía música suave, la abrazaba. Me dí cuenta que miraba alrededor de la habitación, giraba la cabeza a derecha e izquiera como si estuviera viendo algo que le producía confusión y extrañeza, esos eran sus gestos; miraba algo que yo no veía pero percibía, y a veces tras mirar insistentemente se tapaba la cara con la manta, y tras un rato volvía a mirar. Yo me iba a llorar fuera, para que no me viera, luego volvía, ponía música, la abrazaba. 

El miércoles apenas probó bocado pero si bebió agua y tomó su medicina. Tenía apenas fuerzas pero no se quejaba, solo a veces volvía a mirar "aquello invisible" que la acechaba, así que le dí un ansiolítico tranquilizante. Dormimos juntas y abrazadas esa última noche. Ella ya no despertó.


A veces me he preguntado si es más lícito dejar en manos de un veterinario, con un último pinchazo, al ser vivo que queremos, determinar cual es el momento. Creo que son ellos-ellas quienes deben "decidirlo", quienes tienen que hacérnoslo ver. Más de una vez he debido recurrir a esa alternativa rápida para evitar un sufrimiento inútil, cuando no está en mi mano poder evitarlo. También a veces pienso en toda la parafrenaria que encierran los entierros, las cremaciones, si se resta de ello los simbolismos y sentimientos que arrastran, igual en relación a mascotas ¿No es más amable la tierra, los árboles, la lejanía, el silencio? para poder volver, sin cajas impregnadas de serrín y polvo, encerrado en un espacio. Al fin somos polvo en el camino de "el adiós".